René Delgado/Sobreaviso
Aun cuando la transición es entre miembros de un mismo movimiento y se presume una tersura inaudita, el traslado del poder presidencial delata rugosidades que, en un descuido, pueden provocar tropiezos.
Las condiciones del mandatario en turno para dejar el poder y desaparecer de la escena se incrementan. Los motivos para suspender el prometido retiro van en aumento. La enumeración de políticas irreversibles tiene un retintín impositivo. El aplauso por el propósito de mantener adscrita la Guardia a la Defensa Nacional condena el ensayo de una política de seguridad distinta. La obsesión por mostrar obras o políticas en curso habla de continuismo, no de continuidad. La necedad de dar trámite legislativo cuanto antes a la reforma del Poder Judicial suena impertinente. El retraso del nombramiento del jefe del equipo de transición del gobierno saliente es una pésima señal, por no decir una grosería.
Lo peor de esa contradictoria tersura rugosa es el momento. Cuando la oposición no sale de su pasmo tras el brutal revés electoral sufrido y se mira obcecadamente el ombligo hasta perder el sentido de realidad. Cuando los cuadros de la mayoría parlamentaria hacen malabares para presentar una decisión unilateral como un diálogo multilateral. Cuando los ministros de la Corte dan muestra de división, sin dar un un solo frente en la reforma y la defensa del Poder Judicial. Cuando el movimiento en el poder comienza a manifestar los síntomas de quien no acaba de digerir su nueva circunstancia ni de entender la debilidad de su fortaleza.
Se vive un tiempo difícil, no terso.
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De las cinco acepciones del adjetivo “lealtad”, ninguna incluye la idea de la “obediencia ciega” e, importa decirlo, los leales al presidente Andrés Manuel López Obrador le están fallando.
Alguno de ellos –“fidedigno, verídico y fiel, en el trato o en el desempeño de un oficio o cargo”, como define el diccionario– debería decirle al mandatario la hora. Instarlo a reconocer que, aun cuando la gestión fenece hasta el treinta de septiembre, es tiempo de ceder los trastes y, en verdad, favorecer la asunción al poder de la mujer que habrá de sucederlo, a la cual, aquel mismo califica como “una giganta”.
El Ejecutivo todavía en funciones podrá expresar, como lo hizo el miércoles, “no veo yo ningún problema, ya lo he estado planteando; al contrario, va a ser una transición tersa, como no se había visto en mucho tiempo, no va a haber ningún sobresalto, nada.” Sin embargo, edulcorada o no, su actitud no refleja eso, no facilita las cosas a la virtual presidente electa, Claudia Sheinbaum, las complica.
Las excepciones que harían dejar al presidente saliente su voluntario y obligado retiro crecen. Regresaría a escena si se lo pide la virtual presidenta, si discrepa, si viene a ver a su mujer e hijo menor o si se presenta una situación grave (una invasión o una guerra). Si se va, qué necesidad de enlistar y acrecentar las eventualidades por las cuales regresaría. Qué necesidad de enumerar, como lo hizo ese mismo día, las bases irreversibles de la supuesta transformación que llevó a cabo, haciendo sentir que deja un tutorial para ejercer el poder. Qué necesidad de advertir “el irreductible” de la reforma al Poder Judicial que planteó el pasado cinco de febrero, si se convoca a un diálogo para escuchar y, quizá, hacer adecuaciones. Qué necesidad de retrasar el nombramiento de quien será la contraparte de Juan Ramón de la Fuente, en el ejercicio de la entrega-recepción de la administración.
El tiempo del mandatario ya no es el suyo. ¿Por qué ningún leal le dice la hora? ¿La obediencia o el miedo los ciega?
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En la alfombra roja con arrugas que conduce al ejercicio del poder, Claudia Sheinbaum avanza y retrocede, dando pasos con pies de plomo. Es comprensible: hasta no ser, no será.
La virtual presidente electa acierta en la designación de quienes formarán parte de su gabinete, pero ese paso se frena cuando hace suyas políticas que exigen una revisión. Ahí está, por ejemplo, la idea de consolidar la adscripción de la Guardia a la Defensa Nacional. Esa decisión, resuelta o impuesta, derrumba la esperanza de la elaboración de una política de seguridad pública e interior mucho más sólida que la instrumentada, si así se le puede considerar, por su mentor. Con tal declaración ni para qué nombrar al próximo secretario de Seguridad. Ni caso tiene porque, si la Guardia sigue en la Defensa, para qué gastar recursos en una Secretaría vacía, sin sentido, función ni brazo técnico. Lo congruente, en un gobierno marcado por la austeridad, sería desaparecer ese cascarón.
Sin embargo, no sólo con eso lidia la virtual presidente electa. La divulgación de los nombres de la segunda tanda de integrantes del equipo de trabajo –buena como la primera– disputa el espacio mediático con el arranque de los diálogos nacionales sobre la reforma del Poder Judicial. De quién fue la idea o la maldad de poner a competir dos asuntos de ese calibre: uno del interés de la presidenta entrante y otro del presidente saliente.
¿La voz de los coordinadores parlamentarios de Morena en ese extraño diálogo a quién representa o corresponde: a la de la presidenta entrante o la del presidente saliente? ¿O los coordinadores son como los polivoces?
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Lo peor de la circunstancia por la cual atraviesa la transición es la ausencia de la oposición que se disputa los restos del naufragio. Una oposición sin proposición, incapaz de presentar una iniciativa alterna de reforma al Poder Judicial. Y unos ministros que, cuando por fin salieron de la opacidad y resolvieron abrir la boca, tenían poco qué decir en defensa del Poder Judicial y dejaron ver su división.
La tersura de la transición es rugosa, ojalá no haya tropiezos.
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Aunque la transición es entre miembros del mismo movimiento, la supuesta tersura del traslado del poder presidencial deja ver rugosidades. Ojalá no haya tropiezos en la alfombra.